En
el artículo precedente hablaba sobre cómo generar una autoridad
sana en nuestro acompañamiento a la infancia, describiendo qué
actitudes podemos desarrollar para conseguirlo.
Hoy
quiero profundizar en nuestra relación con el concepto de autoridad
y cómo se ha ido formando según las experiencias que hemos vivido
al respecto. Es imprescindible revisar este punto si queremos
entender por qué nos resulta difícil poner límites, pues por mucho
que practiquemos las actitudes que mencionaba, si no creemos en lo
que estamos haciendo, no va a funcionar.
Son
muchas las vivencias que cargamos de nuestra infancia, y parte de
ellas están relacionadas con cómo nuestros padres y maestros
ejercían su papel. Según la generación y el contexto social de
cada uno, hemos experimentado un modelo parental distinto, que puede
ir desde el autoritarismo a la falta de normas o la indiferencia,
pasando por ambientes más complejos que alternan ambos extremos.
Sin
ser del todo conscientes, actuamos rebelándonos o perpetuando
aquello que hemos vivido en la infancia, negándonos a actuar como
hicieron nuestros padres o repitiendo exactamente lo mismo. Ellos
fueron nuestra primera autoridad y dejaron una huella profunda muy
difícil de borrar.
Cuando
la experiencia vivida es negativa, o incluso traumática,
desarrollamos una aversión a la autoridad que podemos incluso
trasladar a figuras sociales, por ejemplo a nuestro jefe o jefa, y es
posible que decidamos no tener hijos o trabajar por cuenta propia
para no tener que colocarnos de nuevo en una relación de autoridad.
Y
esto se agrava si salimos de nuestro microcosmos, el círculo
familiar, y observamos el papel y las consecuencias del autoritarismo
en la sociedad durante el siglo pasado. Es muy posible que vivan en
nosotros y en los niños algunas heridas del inconsciente colectivo.
El poder, la autoridad y la falta de conciencia, unidos en manos de
intereses egoístas, han hecho mucho daño a lo largo de la historia
de la humanidad.
El
malestar asociado al concepto de autoridad y obediencia es tan
grande, que algunos de nosotros, incluso de forma inconsciente, nos
rebelamos ante la tarea de guiar a otro ser humano. Las heridas son
tan profundas, que no queremos utilizar la autoridad, ni tener nada
que ver en que los niños nos obedezcan y pierdan su sentido de la
responsabilidad. Tenemos miedo de influir en su moral y educar a
personas que no cuestionan las órdenes del otro. Queremos que sean
capaces de decidir por sí mismos y de rebelarse cuando consideren
que algo no es correcto.
Y
es posible que también los niños de hoy en día, que nadan en ese
inconsciente colectivo, se rebelen ante nuestro pasado histórico y
tengan mayor resistencia a seguir instrucciones cuando no comprenden
el por qué de estas decisiones, o cuando no tienen un vínculo de
confianza con el adulto que representa esa autoridad.
El
conflicto viene cuando todo esto nos paraliza y nos impide ver la
necesidad que tienen los niños de un marco donde sentirse seguros,
de un adulto que ya ha cruzado los mares y conoce la ruta a seguir,
hasta llegar a buen puerto. Y veo cada día personas amables y
bondadosas, cuya intención es realmente acompañar a los niños en
su desarrollo desde el amor, sufrir con el tema de los límites,
dudar a la hora de sentar unas normas de convivencia y hacer que se
respeten, incluso permitir que haya faltas de respeto hacia si
mismos. Y niños que, perdidos en esa falta de límites, van como
pollo sin cabeza, sin guía ni mapa para desarrollarse, a la deriva
en su mar de emociones, sin saber hacia dónde ir, y, lo más
importante, sin saber que su libertad termina donde empieza la del
otro.
De
hecho, es la propia falta de límites en la infancia la que crea
personas que no son capaces de empatizar con el otro, que solo se ven
a sí mismos y sus necesidades, pues no han aprendido que los demás
también tienen derechos, empezando por sus padres y sus maestros.
Enseñar
a los niños a cuestionar la autoridad es algo necesario a cierta
edad, pero primero necesitan aprender a escuchar, respetar y confiar
en los adultos que verdaderamente transmiten amor, honestidad y
bondad. Cuando se instala la desconfianza en un niño, no puede
descansar, vive en estado de alerta constante y es muy difícil que
pueda aprender de forma fluida.
Y
también existe otro tema a tener muy en cuenta. Cuando no ponemos
límites durante mucho tiempo, los niños los buscan y su conducta
disruptiva escala, se hace cada vez más patente, y llega un punto en
que el adulto finalmente estalla, y pone el límite de forma
autoritaria e incluso agresiva, pues ha rebasado los límites de su
paciencia y ya no es capaz de ponerse en el lugar del niño y
entender de dónde viene su conducta para poder acompañarlo desde la
calma. Y entonces aparece aquella figura de autoridad temida, nos
convertimos en el fantasma de nuestra infancia y nos sentimos tan mal
que intentamos no volver a perder la paciencia nunca más...hasta la
próxima vez.
Esto
nos lleva a ver el ejemplo opuesto, aquellos adultos que tienen una
norma para cada situación y que llevan la disciplina a rajatabla,
reprendiendo a los niños cada vez que salen del redil sin mirar la
necesidad que puedan estar expresando. Este otro extremo de la
balanza también conduce a los niños a rebelarse, antes o después,
y crea un ambiente lleno de tensión y frustración. Cuando los niños
se sienten comprendidos y escuchados son capaces de aceptar las
normas, incluso si todavía no las pueden entender del todo.
Siento
que es muy importante buscar la raíz de todo esto en nuestro
interior, sacar a la luz nuestro pasado y hacer una búsqueda del
sentido real de la autoridad bien entendida.
Observar
el efecto que tiene en los niños un límite bien puesto con amor,
establecer consecuencias adecuadas cuando los niños rebasan esos
límites, sin dejar de comprender que necesitan hacerlo, porque son
niños y están descubriendo el mundo y el efecto que tienen sus
actos en los demás.
Desarrollar
la flexibilidad firme, o la firmeza flexible.
Ser
capaz de cuestionar como adulto tus propias decisiones, pero
mantenerlas el tiempo suficiente para ver si son válidas, si
producen calma y entendimiento. Ser capaz de cambiar de idea si te
equivocas, de escuchar al niño y de observar sus sentimientos, ver
si es feliz o no, si necesita otra cosa, ser capaz de empatizar con
la esencia de los niños, de respetar sus tiempos y su necesidad de
juego, de no forzar nuestras ideas de cómo tiene que ser, nuestras
expectativas, nuestras ganas de que crezcan y aprendan. Y a la vez,
ser capaz de respetarte a ti mismo, tus necesidades y tus tiempos.
Y
desde ahí, revolucionar el antiguo concepto de autoridad y darle un
nuevo significado, lleno de experiencias positivas de confianza,
aprendizaje, respeto y amor.
El
reflejo de este tipo de autoridad se ve en los niños, que captan
quién eres verdaderamente, y te muestran su amor cada día.
Sara Justo Fernández