En
el artículo precedente hablaba sobre cómo podemos acompañar a los
niños en sus conflictos, generando una situación de escucha y
empatía. Me centré sobre todo en el niño que causa dolor, ya sea a
si mismo o a los demás.
Revisando
mis pensamientos y mis palabras, me di cuenta de que necesitaba
escribir también sobre los niños que reciben daño del otro y cómo
ayudarles en situaciones de conflicto. Creo que es imprescindible
observar estas situaciones con mucha atención y acompañarlas con
tacto, pues ambos roles necesitan una presencia amorosa que les ayude
a mirar lo que está escondido, a llevar conciencia, alejando la
culpa y creando responsabilidad.
Tal
y como comentaba en el artículo anterior, mi primera reacción ante
estos conflictos era defender, casi sin observar la situación, a
aquel que consideraba en desventaja, a aquel que veía en una
posición de debilidad y dolor. Los niños advertían mi reacción y
la consecuencia era que el conflicto pasaba a la clandestinidad,
donde el poderoso seguía ejerciendo su rol fuera de mi alcance, y su
presa callaba por miedo. La situación empeoraba, pues parecía
resuelta cuando en realidad estaba sólo camuflada.
Mi
segunda reacción fue observar la dinámica antes de actuar. Descubrí
que a menudo había situaciones previas que causaban el conflicto,
situaciones en las que el poderoso se sentía puesto en tela de
juicio, o inferior, o dejado de lado, y entonces actuaba de modo
hiriente para recuperar su situación de poder. Si el niño que
recibía la afrenta no se daba por aludido, o le contestaba con
humor, poniendo un límite a la situación, ahí terminaba el
problema y no solía volverse a repetir. Este tipo de respuesta lo
daban niños que se sentían seguros de sí mismos, en igualdad de
condiciones e incluso con mayor madurez emocional.
También
se daban otro tipo de respuestas; había niños que se sentían
heridos, lo expresaban con vehemencia y conseguían que el otro se
disculpase y prometiese no repetirlo más. Hacían las paces, el niño
herido perdonaba al hiriente, y al día siguiente se repetía la
situación. Y así día tras día.
Otras
veces el niño herido acababa sintiéndose culpable, disculpando la
conducta del otro y restándole importancia. Estos niños volvían a
relacionarse con el otro en el plano de la amistad y la situación
también se repetía una y otra vez.
Y
en otras ocasiones, las más difíciles, el niño se sentía herido
en lo más profundo y no era capaz de reaccionar y expresar su dolor,
ni siquiera cuando le preguntaba sobre ello, negando que la situación
existía.
Observando
estas respuestas, entendí que lo más importante es la autoestima y
la seguridad que tienen los niños, pues es desde ahí que pueden
lidiar con cualquier actitud externa. Conseguir que los niños tengan
una buena percepción de si mismos, que sientan sus dones, sus
fortalezas, que perciban en qué son especiales y lo vean como una
riqueza, que vean las cosas que no les salen como ellos quisieran
como un reto para sí mismos y como algo que compartimos todos los
seres humanos, que todos tenemos fortalezas y debilidades y que, en
definitiva, todos somos iguales y diferentes a la vez, y que todos
tenemos el mismo valor.
Llevar
esta conciencia al aula y a nuestros hogares es primordial para poder
resolver este tipo de situaciones. Es imprescindible estar muy atento
para dar el mismo valor a todos los dones que muestran los niños,
fomentar esta capacidad de percibirnos y percibir a los demás de
forma positiva, animarles a apoyarse y a ayudarse entre si todo lo
posible. Y si hay alguno que se coloca por encima de los demás,
recordarle que todo lo que está arriba también está abajo y que es
en el equilibrio donde podemos encontrarnos a nosotros mismos.
Y
aun teniendo todo esto muy presente y trabajarlo conscientemente en
el día a día, hay niños que no consiguen confiar en ellos mismos y
necesitan algo más, necesitan un apoyo más profundo, pues la
carencia de su propia estima es muy grande y parte de ella puede ser
un reflejo del sistema familiar.
Las
situaciones que se dan en la infancia son muy complejas, y a menudo
nos acompañan toda la vida, dejando una herida abierta que hace que
continuemos repitiendo vivencias de forma constante, y que veamos el
mundo y a nuestros hijos a través del prisma de nuestras heridas.
Sin darnos cuenta, proyectamos en los niños las emociones que
vivimos en la infancia, poniendo un peso mayor que a veces dificulta
la resolución de la situación.
Como
adultos, es necesario que nos enfrentemos con nuestros fantasmas, que
acojamos a nuestro niño interior y resolvamos las heridas abiertas.
En ocasiones tiene que ver con la herencia familiar, con nuestra
propia constelación, otras con situaciones difíciles que se dieron
en nuestro nacimiento, o incluso más allá. Si somos capaces de
mirar todo esto con amor, de pedir ayuda si la necesitamos, y
conseguimos colocar y agradecer nuestro pasado, automáticamente se
levanta parte del peso que llevan nuestros hijos y facilitamos que
ellos mismos puedan resolver y superar sus dificultades.
Sara Justo Fernández
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