Durante
todos estos años de maestra, he podido observar entre los niños
comportamientos que causan dolor. Por doloroso entiendo algo que
tiene consecuencias negativas en su autoestima, en la autoestima de
los demás o que causa daño, ya sea a él mismo o a los otros. En
realidad, cualquier dolor que causamos, repercute en nosotros mismos, y normalmente señala una herida interior que no
está sanada.
Son
comportamientos que repiten en busca de atención, amistad, o la
posibilidad de liberarse de la tiranía de la necesidad de
aprobación, actitudes que al final no cumplen su cometido y les
aíslan del resto de compañeros. En ocasiones les colocan como
líderes solitarios, a los que todos siguen, pero sin una conexión
de amistad verdadera. Otras veces son los niños que no consiguen
tener amigos, que viven llenos de frustración, sin entender qué es
lo que no funciona.
Como
maestros, y también como padres, son situaciones muy difíciles de
acompañar, y, en mi caso, es un largo camino que todavía hoy en día
me genera preguntas y me toca profundamente.
Ya
en el colegio, de pequeña, mi maestra me llamaba "la defensora
de los indefensos". No podía soportar que otros niños se
metieran con los niños que tenían problemas de aprendizaje, o que
no venían bien vestidos a la escuela, o que, por una cosa u otra, no
eran populares. Cual guerrera con espada en mano, me encaraba al
abusón, pues me ardía en el corazón la necesidad de justicia, y
empatizaba con aquel que estaba en desventaja.
Al
hacerme maestra, descubrí que ese fuego seguía en mi interior y, en
ese tipo de situaciones, tenía que hacer un gran esfuerzo por
encontrar la ecuanimidad y mirar con amor a todos los niños
implicados. Pero existía un juicio, un juicio interior al niño que,
de alguna manera, había dañado al otro. Y no era capaz de ver que
este juicio impedía la verdadera resolución del conflicto. Y que la
parte rechazada de este niño "abusón" seguía gritando en
su interior "mírame, mírame".
Con
la experiencia empecé a ver que mi respuesta ante estos conflictos
no funcionaba. El problema persistía, normalmente de forma más
oculta, pues los niños sabían que yo no iba permitir ese
comportamiento. Y además, al sentirse juzgados, se sentían
incomprendidos y se ponían a la defensiva, sintiéndose cada vez más
lejos de mi y de la comprensión del otro.
En
mi búsqueda y reflexión me llegó un maravilloso vídeo de Marshall
Rosenberg, el padre de la comunicación no violenta, que hablaba de
las necesidades que esconde cada emoción humana. Y esto abrió mi
percepción y mi corazón.
Lo
único que verdaderamente funciona es el amor. El amor te hace
escuchar con todo tu ser, te hace estar realmente presente y ver qué
hay detrás de la situación. Desde ahí puedes conectar con lo más
profundo del alma del niño, con la necesidad no cubierta que habita
en él, que ha provocado ese comportamiento que, en definitiva, es un
grito de auxilio hacia el mundo exterior, un mensaje cifrado con el
que expresa su más profunda necesidad.
Y,
desde esa comprensión profunda, puedes hablar con ese niño que
clama atención. Solo después de sentir reconocida su necesidad
puede llegar a percibir la necesidad del otro, el efecto que tiene en
el otro su acción.
Y
más tarde podré plantearse si realmente es ese efecto lo que está
buscando, lo que quiere conseguir, o en realidad está buscando otra
cosa.
Y
ya no existe el juicio y la tensión que causa la incomprensión, el
abismo que se había producido, desaparece.
Y
aparece el humor, y aparece la comprensión real de la situación, y
el reconocimiento de esas actitudes que provocan dolor para uno mismo
y para los demás, y que no son la solución.
Y
aparecen otras posibles soluciones para poder expresar esa necesidad
interior que clama por ser escuchada. Incluso aparece la aceptación
de la situación y la empatía hacia el otro. Es un proceso
increíblemente transformador.
Pero
también es un proceso lento. Los comportamientos dolorosos son, a
menudo, hábitos difíciles de cambiar, y sólo con la práctica
constante, y la presencia de un adulto consciente, que te recuerda
esa parte amorosa que quieres sacar al exterior, es posible.
Ahí
el papel del adulto cambia totalmente, y su más importante labor es
confiar. Confiar en el niño, recordarle con nuestra sonrisa y
nuestra mirada que ellos son capaces de utilizar sus nuevas
herramientas y resolver sus conflictos. Estar totalmente presentes y
deshacernos del miedo y la prisa por conseguir una solución.
Precisamente
el miedo es uno de los factores que nos impide ver la situación con
claridad y presencia, nos lleva al juicio, se aleja del presente y
empeora la situación con futuros inexistentes, proyectando los
peores panoramas, y, nosotros, aterrorizados, reaccionamos como si ya
existiesen. Como si ese niño que, en una ocasión se llevó a casa
el peluche de una compañera que le gustaba sin permiso, fuera ya un
ladrón de bancos.
Aunque
parece exagerado, es así como funciona el miedo, y efecto que tiene
es muy poderoso. A veces el futuro que nos hace intuir es tan
doloroso que preferimos no mirar; nos volvemos adultos permisivos,
que disculpamos la conducta del niño, le quitamos importancia y
vemos sólo las actitudes positivas, como para compensar ese miedo
que intentamos acallar.
Otras
veces queremos evitar a toda costa ese futuro que imaginamos y
reñimos a los niños con gran intensidad, incluso expresando
profecías del tipo: "Si sigues así nunca tendrás amigos..."
Es
el miedo, que nos atenaza, nos saca del presente y dificulta que
podamos ver las cosas como son verdaderamente. Y los niños, al no
sentirse vistos, aumentan este tipo de conductas, como si gritasen
con más intensidad para ser escuchados.
Es
por ello de suma importancia que seamos capaces de respirar
profundamente y observemos nuestros pensamientos antes de actuar, que
miremos a los niños y sus sombras desde el amor más profundo, y que
confiemos en la capacidad sanadora que tiene la escucha y la
presencia.
Y
quizá desde esa escucha y esa presencia podamos también mirar
nuestras propias sombras con amor y transformarnos...
Sara Justo Fernández
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