Hace
muchos años, cuando decidí dedicarme a la enseñanza, tuve una
experiencia única, que condicionaría toda mi práctica educativa.
Me fui a trabajar a Inglaterra como maestra interina de una
residencia de niños con autismo profundo. Lo que más llama la
atención en este entorno es la necesidad urgente de encontrar un
sistema de comunicación, ya sea verbal, gestual o pictórico para
conectar con los niños, pues sin un medio de comunicación es
totalmente imposible saber qué necesitan, ni ellos pueden comprender
qué te propones cuando te acercas a ellos.
¿Y
cuál es el requisito fundamental para desarrollar un sistema de
comunicación? Tener ganas de comunicarse, que ambas partes deseen
hacer llegar al otro lado algún tipo de mensaje. Si no percibo que
hay alguien al otro lado, ¿para qué voy a comunicarme?
Al
principio, yo no tenía ni idea de cómo conseguir eso… ¿cómo
lograr que sepan que estoy aquí y que quiero ayudarles? La
frustración llenaba mis días, así que dejé de intentar cosas que
no funcionaban y me puse a observar a los niños, para conocerlos
mejor. Empecé a ver qué cosas les hacían reír, cuándo se ponían
nerviosos o se asustaban, qué experiencias o movimientos repetían a
menudo… Y un buen día, mientras estaba con uno de estos niños,
que realizaba repetidamente un movimiento concreto, me puse a
imitarlo. Durante un rato, fue como si el tiempo se detuviese, y de
repente, me miró a los ojos. Fue una mirada fugaz, pero fue el
inicio de un vínculo. Me había visto, en mi humilde opinión,
porque yo había empezado a verlo a él.
Esto
me enseñó que la creación de un vínculo verdadero entre el
maestro y el alumno es una base magnífica e imprescindible para las
experiencias educativas.
Artículo
publicado en misait
Sara Justo Fernández
Maestra Waldorf
Formadora de maestros, especialista en pedagogía Waldorf.
http://www.sarajusto.com/
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