Llevo
tiempo observando cómo los niños son capaces, en muchas ocasiones,
de resolver sus conflictos por sí mismos y salir fortalecidos de la
experiencia. Todo empieza por cosas pequeñas… Por ejemplo, cuando
un niño te pide que le subas a un lugar donde él no llega: si lo
haces, depende de ti cada vez que quiera subir. Si no lo haces, pero
te quedas acompañándolo por si quiere intentarlo él solito, le das
confianza. Y el día que consigue subir es algo que ha conseguido
gracias a su esfuerzo y se siente seguro.
Cuántas
veces, al acercarnos a un niño que se ha caído, de repente llora
más fuerte, o se queja de algo porque está acostumbrado a que sea
el adulto quien tome el mando y resuelva los problemas, y, cómo
cambia todo cuando de repente se da cuenta de que lo tiene que
resolver él y empieza a desarrollar sus propias capacidades.
Hay
situaciones en las que es difícil distinguir si es necesaria la
intervención, obviamente si está en juego la integridad física o
psíquica del niño, es necesario actuar, pero cuando se trata de
temas morales o disputas entre niños, creo que es importante ser muy
cuidadoso. A veces el niño necesita llevar hasta las últimas
consecuencias su acción para ver que estaba equivocado, y si le
“convencemos” racionalmente de ir contra sus deseos, hay algo que
no se aprende, algo que se reprime sin entender por qué.
Un
ejemplo es el tema del dolor. Cuántas veces vemos a un niño llorar
de dolor, y cuántas veces nuestra intervención le impide
asimilarlo.
La
mayoría de las veces, queremos que su dolor desaparezca rápido, y
recurrimos a remedios, tradicionales, químicos o alternativos para
eliminar el dolor. No queremos sentir el dolor, y menos que nuestros
hijos lo sientan, no podemos escuchar el mensaje que trae.
En
ocasiones le quitamos importancia; “¡Si no es nada!”, otras
veces desviamos la atención al causante del dolor; “¡Ay, qué
malo el niño, que te ha empujado!”… O quizá nos alteramos
tanto, con gestos y gritos, que asustamos al pequeño y le causamos
una sensación de dolor mucho mayor de lo que es realmente. Todas
estas reacciones hacen que después, cuando el niño crezca, sea
incapaz de reconocer su dolor, o que huya de todo aquello que pueda
causarle dolor o, incluso peor, que culpe a otros de su propio
dolor.
Si
pudiéramos sentarnos a su lado, serenos y sintiendo su dolor,
simplemente acompañándolos con nuestra presencia, veríamos como el
niño lo asimila como algo natural, y al ratito se levanta y sigue
jugando.
Artículo
publicado por Misait
Sara Justo FernándezMaestra Waldorf
Formadora de maestros, especialista en pedagogía Waldorf.
http://www.sarajusto.com/
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